ortable. Llevaba semanas -o tal vez meses- sin escuchar una voz que no fuera mecánica, desprovista de humanidad. Allí, en esa habitación blanca y sin
atrapada en una especie de eternidad suspendida. No había ventanas, ni cambios en la luz, ni noches que la llevaran al consuelo d
ó. Lloró hasta que sus lágrimas se secaron y su voz se volvió ronca, hueca, vacía. Después llegó el silencio. Un silencio que ya no era
ra su cuerpo, hinchado por la
hi
iándose el vientre con movimientos lentos, casi
que ni siquiera podía
el bebé, que a pesar de todo no le importaban las reglas de su familia ni los rumores, ella le creyó. Le creyó cuando dijo que lucharían junto
nder no es
r, apareci
de hierro y una mirada
edaría con un Blake? -le dijo aquel día, sentado fre
ro fue inútil. Ya estaba decidido. La separación, e
sin su bolso, sin documentos. No sabía en qué país estaba. No sabía si Alexander la esta
aba a la nada, al techo, al a
cansancio, los mareos, los calambres nocturnos, la necesidad desesperada de afecto. A veces tenía alucinaciones: oía la voz
los ojos... y t
llos, de cabello canoso y gesto duro, parecía estar a cargo. A veces se quedaba mirando s
pasos apresurados, un tono urgente más allá de la puerta, voces que discutía
atadita. Como si presintiera el cambio. Isabella
. No te van a quita