a mojada golpeándome la nariz. El sol de la tarde andaluza ca
oz de mi padre, Ricardo, diciendo que era por el bien de Isabela. Recordaba el fuego
adre me secó las lágrimas mientras mi padre, por teléfono, susurró una amenaza helada: "Dile a esa hija tuya que esta vez nadie enc
ulas de mi primera vida! ¿Cómo era posible que nadie me creyera? ¿Que mi propio p
s escombros, lo vi: un dedo humano seccionado. En él, el anillo de mi hermano Javier. Esa prueba macabra, irrefutable, finalmente abriría los ojos de mi tío Mateo. Y mi