paña, un pasaporte a una vida soñada. En la polvorienta terminal de autobuses de nuestro pueblo,
era inocua. La visión de sus manos apretando mi cuello, hasta que el aire se
e un odio incomprensible, culpándome por la vida miserable de Isabela, su "verdadero amor". P
¿Cómo pude rogarle, llorar y suplicarle entonces? ¿Cómo permití que un hombre tan retor
ba. "Entonces, espérala tú", le dije, mi voz tranquila, vacía de histeria. "Yo voy a subir a ese auto