r las rendijas del alma, deslizándose con suavidad por debajo
cortinas, bañando la cocina con una calma engañosa. El vapor del té se elevaba en espirales suaves, casi hipnóticas. Todo parecía perfectamente cotidiano.
lo su nombre, escrito con tinta negra y una caligrafía irregular que parecía más tallada que escrita. Ya en ese momento, antes siquiera de abrir
dedos temblorosos, un solo me
eces tu fi
pió en el aire. El cuchillo de mantequilla quedó suspendido en su mano, pero Amelia ya no pensaba en la tos
ala, la voz de Isabelita resonaba por el altavoz del teléfono, relatando con entusiasmo alguna anécdota universitaria. Desde otra habitación, Luc
cipa
n las ilustraciones, pero su mente estaba en otro lugar. Desde hacía semanas, algo le decía que las cosas no estaban bien. Los silencios entre sus padres eran más
después, el silencio tenso de mamá. Se levantó sin hacer ruido y se asomó a la puerta. Vio el sobre en
usurró-. ¿
ió. O intentó hacerlo. Pero la sonrisa se des
... un papel viejo
a de los niños que han tenido que crecer un poco más rápido. Y
is
su habitación. Afuera, la luna se alzaba redonda, vigilante, derramando su luz sobre el jardín. El almendro q
nía la carta doblada sobre su regazo. Le había costado volver a mirarla. Era solo una línea de texto, pero el
a llevado a la tumba. Recordó sus propios silencios, aquellos que había escondido tan bien que a veces olvidaba que aún dolían. Y en
or la mejilla. Después
Un susurr
llena de fórmulas, casos clínicos, y el constante recordatorio de que su beca dependía de no fallar. Esa mañana, un
o-. Espero que entiendas que tu apellido carga u
do el día como una sombra. Caminaba hacia la biblioteca cuando escuchó un murmullo. A
os qui
observada. No dijo nada. Ni a Amelia. Ni a Luciano. No quería preocuparlos. Pero algo le decía
día bajo
la tensa, luego la arrugó con rabia y la tiró a la basura. La abrazó fuerte, d
s -dijo él-. P
estaba segura
, empezó a observar más. A su madre. A su padre. A Isabelita. A los silencios. Sentía que ha
vas palabras, bailaba sin música. Era la pureza misma, la inocenci
antes de
aderno de tapas azules donde escribía desde hacía años. Lo abrió por una página e
ada. Solo una amenaza que huele a pasado
el mientras las palabra
é que el miedo no siempre necesita una puert
para apagar la luz, pero antes de hacerlo, miró una vez más el almendr
en voz baja,
e soltar par
ía res
gunta ya er