Los espectros by Leonid Nikolayevich Andreyev
Los espectros by Leonid Nikolayevich Andreyev
Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.
Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en atención a sus veinticinco a?os de servicios irreprochables y a su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pagar su estancia en la clínica hasta su muerte: no había la menor esperanza de curarle.
Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se había separado hacía quince a?os, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo.
La clínica se hallaba fuera de la ciudad. Al lado del camino, su aspecto exterior era el de una simple casa de campo, construida a la entrada de un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo piso era mucho más peque?o que el primero. El tejado era muy alto, y tenía la forma de un hacha invertida. Los días de fiesta, para alegrar a los enfermos, se izaba en él una bandera nacional.
En las ma?anas apacibles de primavera y de oto?o llegaban de la ciudad los sones apagados de las campanas y el ruido sordo de los coches; pero, en general, un silencio profundo reinaba en torno de la clínica, más profundo que en la aldea próxima, donde se oían los ladridos de los perros y los gritos de los ni?os. Allí no había ni perros ni ni?os. La casa estaba rodeada de un alto muro. Alrededor se extendía una pradera, que pertenecía a la clínica y se hallaba siempre desierta. A cosa de una versta se alzaba, entre los árboles, la estrecha chimenea de una fábrica, de la que no se veía nunca salir humo. La fábrica, perdida en medio del bosque, parecía abandonada.
Muy pocos de los que transitaban por el camino sabían que tras el alto muro y las puertas cerradas había locos. Los demás-los campesinos que pasaban en sus cochecillos saltarines, los cocheros de punto procedentes de la ciudad, los ciclistas, siempre apresurados sobre sus máquinas silenciosas-estaban habituados a ver el alto muro y no paraban en él la atención. Si cuantos se encontraban en su recinto se hubieran escapado o se hubieran muerto de repente, habríase tardado mucho en advertirlo; los campesinos en sus cochecillos y los ciclistas sobre sus máquinas silenciosas hubieran seguido pasando por delante del muro sin sospechar nada.
El doctor Chevirev no admitía en su clínica locos furiosos; por eso reinaba en ella el silencio como en cualquier casa respetable, habitada por gentes bien educadas. El único ruido que se oía a todas horas, desde que, hacía ya diez a?os, se había abierto la clínica, era tan regular, suave y metódico, que no se advertía, como no se advierten los latidos del corazón o el acompasado sonido de un péndulo. Lo producía un enfermo que llamaba a la puerta cerrada de su habitación. Estuviera donde estuviera, siempre encontraba alguna puerta, a la que empezaba a llamar, aunque bastase empujarla ligeramente para que se abriese. Si se abría, buscaba otra y empezaba a llamar de nuevo; no podía sufrir las puertas cerradas. Llamaba de día y de noche, sin poder apenas tenerse en pie, de cansancio. Probablemente, la insistencia de su idea fija le había hecho adquirir el hábito de llamar también durante el sue?o; al menos, el ruido regular, monótono, que hacía no cesaba en toda la noche. Además, no se le veía nunca en la cama, y se suponía que dormía de pie, al lado de la puerta.
En fin, había gran tranquilidad en la clínica. Muy raras veces, casi siempre durante la noche, cuando el bosque invisible, sacudido por el viento, lanzaba gemidos lastimeros, alguno de los enfermos, presa de una angustia mortal, empezaba a dar gritos. Por lo general, se acudía con presteza a calmarlo; pero ocurría en ocasiones que el terror y la angustia eran tales que resultaban ineficaces todos los calmantes, y el enfermo seguía gritando. Entonces la angustia se les contagiaba a todos los habitantes de la clínica, y los enfermos, como mu?ecos mecánicos a los que se hubiera dado cuerda a la vez, empezaban a recorrer nerviosamente sus habitaciones, agitando los brazos y diciendo cosas estúpidas e ininteligibles. Todos, incluso los enfermos más apacibles, llamaban violentamente a las puertas e insistían en que se los dejase libres.
Asustada, a punto de perder el juicio, la enfermera llamaba entonces por teléfono al doctor Chevirev, que se encontraba en el restorán Babilonia, donde acostumbraba a pasar las noches. El doctor poseía el don de tranquilizar a los enfermos sólo con su presencia. Pero hasta mucho tiempo después de su llegada los enfermos balbuceaban cosas fantásticas detrás de la puerta de su cuarto y la clínica parecía un gallinero donde hubiera entrado, durante la noche, una zorra.
Pero esto ocurría raras veces y no se advertía fuera, porque el camino, por la noche, estaba completamente desierto. Además, los gritos, al través de los muros, parecían de hombres que estaban de broma, a lo que contribuían no poco ciertos enfermos, que cantaban en sus momentos de crisis.
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